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V
Un gaucho de la Patagonia
Una semana de copiosa lluvia impedía que los aviones despegaran.
Antoine aprovechó, y ¡preso de su delirio! hizo volar su imaginación, dibujando en una libreta (o lo que quedaba de ella), y a la cual llevaba siempre con él. Apoyada sobre su regazo; y moviendo sin prolijidad su lápiz, delineó unos garabatos de un niño parado sobre un globo- al parecer un planeta- rodeado por ilegible escritura y algunas tachaduras. Albert no quiso interrumpirlo; y en su hastío, continuó mirando desde la ventana del hotel: la circulación de los automóviles por la Avenida de Mayo. Prestó atención a cómo el gris del cielo entonaba con los grises de los edificios y el de las calles, que se mimetizaban con el color oscuro de la ropa y de los paraguas de la gente.
Bajó a la calzada, caminó con sus manos en los bolsillos, y mirando el suelo hasta llegar a la Avenida Corrientes. Se sentó en un bar y pidió un café. Observaba por la vidriera empañada, a la gente que pasaba por su lado como anónimas e indefinidas siluetas. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el aire condensado y húmedo del ambiente, que junto a la complicidad involuntaria del vaivén de un farol, producían singulares y movidos reflejos en el vidrio…Albert creyó percibir la imagen de sus padres, la sonrisa de su hermano Peter; imágenes de guerra...el misterioso rostro de aquel joven piloto que derribó… De repente se acordó de la inscripción en la cruz del cementerio alemán: que había nacido en Buenos Aires, la misma ciudad en donde estaba él ahora. Memorizó su nombre: Federico, y con esfuerzo también su apellido...Acudió a la guía de teléfonos. Buscó por la ¨v¨…von.....von.....¡von Rozenn!…se detuvo en un: von Rozenn Hans.....Anotó su dirección, salió a la avenida y dubitativo se protegió debajo de un toldo. Decidido, paró un taxi y le indicó al chofer la calle y la altura.
-Eso queda por Belgrano. -Respondió el conductor.
-Sí…Sí por Belgrano-Dijo Albert, mientras asentía con el movimiento de su cabeza (sin saber ¿qué era Belgrano?).
No veía por donde lo llevaba, los vidrios del automóvil Packard estaban totalmente empañados. Por su parabrisas leyó: Avenida Santa Fe y reparó en los cruces de vías. Después de un largo tiempo, la voz inesperada del conductor lo rescató de sus íntimos pensamientos:
-Ya llegamos…Es aquí.
Un viejo caserón gótico de paredes en falsa piedra y de ventanales en vitreaux, fue lo primero que observó desde la ventana del automóvil. Descendió y se paró en el cordón de la vereda; y al escuchar el ruido del taxi que se alejaba, se sintió ¡tan! desubicado que se preguntaba ¿qué estoy haciendo?...y hasta dudó en continuar. Tocó el timbre. Un anciano acudió a la llamada:
-¿La familia von Rozenn ? -Dijo Albert con cierta inseguridad.
El anciano asentó con un gesto.
-Soy John Jones...Conocí a Federico von Rozenn, cuando estuve…en un campo de concentración en 1917. -Improvisó el misterioso visitante, y continuó:
-Pertenecí al Séptimo de Infantería Ingles...nos tomaron las fuerzas de ocupación en Francia. Como prisioneros nos no trataron mal...y...Federico... -Fue interrumpido por el dueño de casa, al abrir totalmente la puerta:
-Pase Usted Mr. Jones.
Albert en su interior respiro un aire familiar, como si hubiera estado en esa casa antes. Una mujer joven se acercó y se presentó como Gertha. Albert reconoció en su mirada una infancia en común, un parentesco cercano. Le ofrecieron sentarse y un café, que aceptó con agrado. Nadie hablaba. Gertha rompió la densa y helada atmósfera, diciendo:
-¿Así que Usted conoció a mi hermano en la guerra?
El visitante contestó afirmativamente moviendo su cabeza. Se sentía molesto: La mirada y el silencio del padre de Federico, lo inhibía desde un rincón del comedor. Gertha salió por unos instantes, y apareció poco después con un grueso álbum de fotografías entre sus manos. Abrió las primeras hojas con fotos pegadas. Deslizando su índice, marcó una a una en las que estaba su hermano.
El extraño observó que muchas fotos de Federico eran idénticas a las suyas: Aparecía remontando cometas, otras con avioncitos...con un perro o con uniforme escolar.
-¡Estas, son Fede y Newbery!, volando en el Palomar. -Señaló la hermana.
Albert sonrió al darse cuenta, que también en Buenos Aires hubieron Blériots de entrenamiento, y que Federico igual que él, aprendió a amar y desafiar a las alturas en idénticos aviones. Sintió que ambos tenían muchos puntos en común: el amor a los aviones, la edad, la familia, la guerra...y el mismo destino. Percibía la mirada del padre que le atravesaba el alma. Quizás era su silencio, lo que le preocupaba. Era la primera vez que fingía una falsa identidad; y no le era fácil.
Sobre la chimenea reparó en un cuadro, que tenía una medalla de plata representando un Ícaro caído, con sus alas quebradas…una fecha y un nombre. Se emocionó. Su conversación se cortó. Gertha se acercó, tomó el cuadro y lo apoyó sobre su pecho, y dijo:
-¡Era tan loco!…se apuró tanto…Quería ser un ¡As de la aviación! como Von Ritchofen…Se alistó como voluntario…A veces pienso que eligió la forma de morir: ¡la que siempre quiso tener…!
Y endureciendo su rostro afirmó ¡con prusiano orgullo!:
-¡Se que era implacable!
Albert sentía el corazón invadido por sentimientos de reproche, de fragilidad…Esa herida sangrante inferida por la tortura de un verdugo despiadado…era insoportable. Dijo que tenía que regresar temprano, pues el tiempo estaba mejorando y mañana tendría que volar. El padre rompió el silencio, y ofreció amablemente acompañarlo hasta la vereda. Paró un taxi y subió. Por la ventana del auto se dieron la mano.
-Gracias Sr.von Rozenn por permitirme visitar la casa de un amigo de guerra. -Dijo Albert con profunda emoción.
Un adiós inesperado lo enmudeció en un instante. Mientras le sostenía la mano, el anciano respondió:
-Hoy fue un día de paz en nuestras almas. Gracias, en nombre de mi familia y de Federico. Reconociendo la verdadera identidad de su interlocutor, concluyó: ¡Que Dios lo bendiga señor Bow!
El auto comenzó su marcha. Albert había logrado después de tantos años, sentir las consoladoras palabras del padre, que aquietaron su espíritu. Regresó a su departamento y se tiro vestido sobre la cama, pensó sobre el lluvioso día y la visita…Quedó dormido. Mañana volará.
Los meses pasaban y los pilotos de Aeroposta acumulaban horas de vuelo, viajando a todas las latitudes de Argentina y países limítrofes; sin accidentes y solo con pequeños inconvenientes mecánicos o climáticos.
Albert miró la planilla de vuelo y leyó la programación del día:
Piloto: Bow
Copiloto: Guillaumet
Destino: Carmen de Patagones_ Trelew_ Rio Gallegos.
Hora de partida: 13 hs.
El día se presentaba soleado, y la tranquilidad y la monotonía prevalecían.
Los empleados transportaban y subían las bolsas del correo, y acomodan los bultos de encomiendas en el interior de la bodega del avión. Los mecánicos midieron el nivel de aceite del motor, en la rutinaria seguridad probaron los contactos de los magnetos, y por último agregaron alcohol anticongelante al agua del radiador.
El piloto saludó a unos parroquianos, que formaban fila con los tickets en manos, con destino a alguna ciudad patagónica.
Acomodados y listos para levantar vuelo: despegaron.
Las largas extensiones del territorio junto al constante rugir del motor acentuaban la sensación de los viajeros, que observaban atónitos el movimiento de la hélice en un imaginario círculo.
Albert chequeó el parte meteorológico: Despejado con viento de 60 nudos provenientes del Sureste. Pensó que era normal para esa época del año, y era consciente que empeoraría a medida que avanzara el invierno.
Llegó a Carmen de Patagones. Unas fogatas prendidas a lo largo de la pista le indicaban la dirección correcta. Descargaron algunas sacas con correspondencia, bajaron los dos marineros y una mujer del pueblo. Llenaron el tanque con unos 50 galones de combustible, y nuevamente el Laté se ubicó en posición de despegue. El piloto esperó la señal del banderillero, que sacudía un banderín rojo; aceleró, carreteó y tomó velocidad…llevó levemente el comando hacia su cuerpo, y contempló las ruedas de su aeroplano, que suspendidas giraban libres en el aire.
Enfiló al pueblo de Trelew. A la hora de partir, pequeñas gotas de agua pegaban en su parabrisas. Continuó el viaje sin mayor problema, aunque la lluvia y el frio habían aumentado considerablemente.
En el frente, se percibían densas nubes amenazantes, y una cortina solitaria de lluvia se desprendía de ellas. El vibrar de los montantes y de los tensores del ala, le indicaron que el viento soplaba con más fuerza.
Tenía experiencia, y sabia de los imponderables que se podían presentar al volar por la Patagonia. Debía sacar su cabeza afuera del parabrisas para continuar viendo, y no podía evitar que sus antiparras se helaran, y tenía que mirar levantándolas por momentos.
La lluvia trajo mas hielo, y los cristales se fueron acumulando sobre las alas del avión. Aunque eran de madera y forradas en tela pintada, sabía de su alta resistencia, y tenía total confianza en su robusto Laté.
El hielo continuó acumulándose sobre el perfil superior del ala. Estaba compenetrado en el manejo; se distrajo al ver cómo los cristales se adherían a los tensores, dando una poética imagen...y cómo unos segundos después, se iban desprendiendo en remolino y desapareciendo en el infinito.
Un movimiento brusco de las agujas de sus relojes, lo trajo a la realidad. El problema se acrecentaba: Se estaba agregando peso extra al avión, y de continuar así el motor haría un esfuerzo excesivo. Volvió su mirada al altímetro y observó que estaba perdiendo altura. Calculó el tiempo, y faltaban dos horas para llegar a Trelew. Podía continuar, pero reflexionó y no quiso correr riesgos. Todavía quedaba luz como para hacer un aterrizaje de emergencia.
Le gritó a su Copiloto Guillaumet: ¡Aterrizaje!
El Copiloto ajustó sus arneses de seguridad, y en silencio aguardó la emergencia. Hacia el Sudeste divisó un claro con algunas ovejas, y no muy lejos un indefinido y pequeño poblado. Con un viraje calculado, enfiló el frente de su avión hacia la salvaje e improvisada pista. Mantuvo el nivel correcto; desaceleró su motor…fue perdiendo altura y…suavemente el pesado aeroplano se posó sobre la tierra. Mientras el Latécoѐre correteaba lanzando barro, observaban cómo un rebaño de ovejas corría espantado, a semejanza de una mano gigantesca, las desplegaba como un amplio abanico sobre la planicie.
En la llanura quedaron las huellas del exitoso aterrizaje, marcadas en profundos surcos.
Esperaron toda la noche encerrados en la cabina. No pasaron frío, tenían café y buenos abrigos. Durmieron profundamente, como si no les importara estar varados en medio de la soledad de la Patagonia.
Las primeras luces del alba iluminaron su entorno. El Latécoѐre totalmente embarrado se asemejaba a un gigantesco elefante blanco, después de echarse su baño de lodo. Las ruedas estaban empantanadas; la izquierda levemente menos que la de la derecha, y ésta ¡enterrada hasta el eje!, haciendo que el ala derecha se inclinara al suelo.
Evaluaron el problema, y decidieron que después que mermara la tormenta irían a buscar ayuda. Calculaban que el poblado que vieron, no estaba más de un par de millas al norte.
Quedó Guillaumet en resguardo de la máquina, y Bow con decisión emprendió la marcha. Caminó por el helado territorio buscando una huella que lo acercara, y al fin encontró un sendero, apenas visible y muy poco transitado. Tenía a lo largo y espaciadas, unas piedras que le indicaban el camino, que finalmente lo guió a una humilde y cuidada granja.
Al acercarse notó un pequeño campanario y una cruz de piedra con un círculo en su interior. Reconoció a una cruz celta. Quedó mirándola intrigado…a la vez que se arrimaba a su cerca. Golpeó sus manos, pero nadie acudió a su llamado.
A lo lejos -bajando una colina-, vio que se acercaba un hombre: ¡Un gaucho!, de botas, y con poncho indio de tramas negras y guardas de cruces blancas, que lo cubría por completo hasta sus pies.
Albert fue a su encuentro, y saludó:
-¡Buenos días! Soy Albert Bow, piloto de Aeroposta.
Continuó, mientras lo observaba con cierta curiosidad.
-A un par de millas al Suroeste, hice un aterrizaje de emergencia y mi avión se empantanó. Necesitaría una yunta de bueyes y unas cadenas para poder jalarlo de las ruedas.
El gaucho descubrió su sombrero de pronunciada ala, y extendió su mano en amistoso saludo, respondiéndole en un perfecto inglés:
-Soy el Reverendo Arthur O´Brien, y estoy a cargo de esta comunidad galesa.
Muchas cosas le habían pasado a Albert en su vida, pero pensar que en la soledad de la Patagonia iba a encontrar a ¡un gaucho!, que le hablase en su lengua natal. Realmente era insólito, aunque siempre Saint-Ex le había recalcado que la Patagonia estaba llena de inexplicables misterios.
-Pase y beba un té caliente, ¡Le va a sentar bien! - Dijo el Pastor.
Albert entró por la puerta ojival, con premura a resguardase del viento helado que lo acompañaba desde que dejó el avión.
-Siéntese usted a lado de la estufa. -Dijo el Pastor.
El piloto se acercó y arrimó sus manos sobre el caliente disco de hierro. Sintió un alivio en sus enrojecidos dedos; pasó sus manos por la cara a la vez que tomaba asiento en un pequeño banco de mimbre. Sobre el fuego hervía el agua de la tetera; el pastor le sirvió un oscuro té a su huésped.
Mientras bebía, reparó que estaba rodeado de bancos, un altar y un púlpito de madera: Estaba dentro de una parroquia.
O´Brien lo observaba con atención y en silencio, dejando escapar una sonrisa de complacencia. Albert lo miró, y pensó que era una señal de bienvenida. Dejó su tasa vacía sobre un banco, e hizo un paneo por su alrededor. Observó y leyó un grabado en lo alto del púlpito, y no entendió nada.
El pastor se percató, y dijo:
-Sorprendido...¡Es que esta en galés!
-¿Dice…Usted gales?...y...¿qué es lo que dice? -Dijo Albert.
-Es un versículo del Evangelio de San Lucas:
¨Buscad y hallareis, llamad y se os abrirᨠ-Tradujo O´Brien.
Su interlocutor movía su cabeza afirmativamente como entendiendo, pero dijo con socarrona ironía:
-Si comprendo: ¿Lo de buscad y hallareis?...¡Es factible! ¿Pero...? ¿En…donde debo llamar para que me abran? ¿Y quién es…El que me abrirá?
El pastor cambió su rostro, y con entusiasmo respondió como si conociera de toda la vida a su circunstancial huésped:
-¡Es muy simple! Gran parte de Tu existencia has venido buscando...y te aseguro…aunque no te hayas dado cuenta...¡ya hallaste! ¡Cuántas veces has llamado!, y pensaste que no te escuchaban. Bueno...¡Te escucharon!, y muchas puertas se te abrieron y...muchas más se te abrirán. ¿Y...con respecto a Quién te abrirá? Espera estar adentro y sabrás Quién es. -Dijo el Pastor mientras lanzaba una estruendosa carcajada, y balbuceante ofreció:
-¿Quiere usted otra taza de té, Sr. Bow?
Albert aceptó. Mientras bebía, quedó profundamente motivado y perplejo por las palabras de ese desconocido.
-Iré a alistar mi buey, mi carreta, y cargaré unas cadenas, ¡E iremos a liberar a su aeroplano! -Afirmó con fuerza O´Brien.
Poco tiempo después apareció el Pastor -¡como un verdadero gaucho!- subido y de pié en un desmantelado carro de ruedas macizas (cortadas en una sola pieza de un rollo de árbol), que estaba empujado por un no menos ¨destartalado¨ viejo buey (¡con un solo cuerno, y lomo vencido por los incalculables años!). Albert al verlo, quedó sorprendido y exclamó con signo de preocupación:
-Pastor…¿Usted debe creer en milagros? Porqué humildemente, yo no creo que su buey pueda jalar ¡Ni una pulgada a mi pesado Laté!
-¡Hombre de poca fe! Mi viejo buey Apis...¡Es milagroso!...¡Ya lo verá! -contestó el Pastor mientras picaba con una larga caña al lomo del animal. Su tránsito era lento. Y el silencio sepulcral era interrumpido por la voz del conductor, que repetía:
¡Buey! ¡Buey! ¡Apis! ¡Apis!
Acompañado por el constante rechinar de las ruedas de su carreta. El Piloto apoyando su mano sobre la baranda, caminaba a su lado, escuchando cómo el ¡Pastor y Gaucho! silbaba y por momentos entonaba una canción sureña. Expectante miraba al viejo buey, con total e indiferente resignación.
A lo lejos observó la silueta del Latécoѐre. Su copiloto le hacía señas con la mano.
Se acercaron. Guillaumet tenía encendida una fogata cerca del motor para mantenerlo a la temperatura adecuada, y para que sea fácil de ponerlo en marcha.
Piloto y Copiloto se miraron suspicazmente y se sonrieron, mientras observaban al voluntarioso pastor gaucho, que resuelto acomodaba a su delgado buey frente al avión.
Extendió la pesada cadena y la pasó por el eje de las ruedas; Guillaumet lo ayudó anudándola.
O´Brien se puso a la par de la bestia, y miró con gesto de confianza a los pilotos. Gritó:
-¿Está listo Sr. Bow?
Albert consintió con un movimiento afirmativo. Inmediatamente el conductor puso una mano sobre el yugo de madera, y con la otra alzó suavemente una oreja del buey, y:
¡SAUH...SAUH...HUM...HUM...!
Le susurró al animal algo ininteligible. Sonaba a su galés natal o mantras de la India. La bestia estiró su pescuezo y hundió sus cuatro pezuñas en el lodo…y ¡con el menor esfuerzo el viejo buey comenzó a jalar!, y las ruedas empantanadas del pesado avión comenzaron a moverse...¡más y más! El barro era expulsado a los lados, e iba dejando atrás profundas huellas: las inmensas gomas del Laté quedaron libres al fin.
Los pilotos ¡no podían creer! lo que estaban presenciando. Con sus ojos agrandados y fijos y con sus bocas abiertas, se quedaron contemplando sorprendidos.
-¿No le dije que...mi buey Apis hace milagros? -Exclamó el Pastor O´Brien, mientras sacudía con ternura a la argolla prendida en la nariz de su noble amigo. Riéndose se dirigió a Albert, y le dijo fijando su vista en sus pupilas:
-Bueno amigo…Ya no está más empantanado. ¡Listo para Volar!
El Piloto estaba preparado para arrancar, mientras tanto su copiloto comenzó a dar un fuerte envión a la pala de la hélice. Una vuelta…dos vueltas…gritó: ¡Contacto! Albert giró la llave del magneto…y en el tercer envión…el motor llenó la apacible y silenciosa atmosfera con su estruendoso rugir y su negro humo, que se disipó como un nubarrón por detrás de la cola del Latécoѐre.
Lo dejó en marcha y regulando. Bajó y fue al encuentro de su inesperado salvador, que subido a su carreta se prestaba a marchar.
-Gracias…Buen hombre, gracias por sacarme de este…¡Estancamiento! -Agradeció Albert con emoción y gratitud, a la vez que le tomaba sus manos. Continuó:
-Sinceramente…Nunca pensé que en este lugar tan desolado y alejado del mundo...iba a encontrar a un Ser como usted Reverendo.
O´Brien, deslizó su mano sobre el hombro de Albert, y con una dulce y pícara sonrisa, dijo:
-¡Somos muchos!...y...Estamos en todas partes.
El Pastor y su bestia Apis, perezosamente retornaron por el mismo sendero…hollado por él y su mágico buey.
Lentamente se alejaron; a medida que Albert ganaba altura con su aeroplano.
El clima mejoró y los rayos del sol envolvieron al enlodado Laté; a medida que su barro se secaba, lo expulsaba al aire descubriendo y reluciendo sus hermosos colores.
Completaron sin percances su ruta de viaje, aterrizando en Trelew. Descendieron y pudieron contemplar por primera vez el avión, desde que habían realizado el aterrizaje forzoso. Albert miró a Guillaumet, y no se dijeron palabra alguna: el Laté estaba ¡impecable!...ni un rasguño…ni una pizca de barro adherida a sus alas y fuselaje…ni siquiera en el dibujo de las ruedas se mostraban señales del lodo.
Sabían que nadie iba a creerles las peripecias vividas y menos lo de O´Brien y su misterioso buey, con la excepción de su jefe y amigo Saint-Ex.
Continuaron a Comodoro Rivadavia y finalmente a Plaza Huincul, y terminando su destino en Rio Gallegos. Regresaron a Buenos Aires, sin percances y en el tiempo estimado.
El agradecido piloto compró una lata de cuatro libras del mejor té de la India; con la intención, que en su próximo viaje a la Patagonia, pasaría rozando el techo de la parroquia galesa y lanzaría la lata de té. Quería agradecerle al Pastor de la Patagonia.
Siempre llevaba consigo su caja de té, especialmente embalada en la cabina del avión; y cuando le ordenaran hacer otro viaje a Trelew, aprovecharía a pasar por el poblado galés de O´Brien, y arrojaría el presente.
Otro destino a la Patagonia. De Bahía Blanca enfiló hacia el Sudeste, como de costumbre: con su hoja de ruta y el parte meteorológico sobre su regazo. Su próximo aterrizaje sería el ansiado Trelew. Reconoció la zona (las extensas mesetas heladas, con sus cerros de picos truncados). Miró su brújula...revisó la carta de navegación, deslizó en ella su mano por los alrededores del pueblo de Trelew:
-¿Tiene que estar por aquí?-Balbuceó en voz baja. -¡No lo pude pasar por alto! Voy a dar la vuelta de nuevo -Dijo mientras buscaba desconcertado, al poblado galés y a la parroquia del Reverendo O´Brien. Desorientado, pasó una y otra vez por las mismas coordenadas, y no encontró rastro alguno. El sorprendido y resignado piloto, plegó sus mapas de navegación. Leyó la posición en su brújula y miró su altímetro, corrigió el rumbo y enfiló el avión al Sur. Desistió de la búsqueda…cuando en un solitario campo divisó y reconoció las huellas de su aterrizaje. Los profundos surcos hollados por el Laté, lucían como mudos testigos de lo real de su experiencia...Pero del poblado y de su capilla galesa...: ¡Nada!
Buscó en intricadas reflexiones, una explicación racional, en la que abordó: el Misterio, lo increíble, lo irreal…hasta lo más espiritual y esotérico. Comprendió finalmente, ¨aquellas¨ palabras que le dijo su amigo Antoine, en un vuelo sobre la Patagonia: ¨Hay otros Universos...pero están en éste ¨.
VI
¡Mira! ¡Un Cóndor de los Andes!
Aeroposta creció como empresa privada, y sus rutas se extendieron por otros países de Sud América.
Se incorporaron nuevos pilotos; pero Albert volaba con preferencia con sus compañeros del comienzo: Mérmoz o Guillaumet, y Saint-Ex.
En la terminal de General Pacheco, estaba Bow esperando salir rumbo a Concordia (Entre Ríos). Con el motor en marcha, esperaba. Vio arribar la Wagon del correo; y reconoció en su interior a su copiloto Antoine.
-¡Arriba y rumbo a Concordia…Antoine! -dijo Albert, mientras su copiloto se apresuraba en poner un pié adentro del Laté.
Enfiló y buscó al Rio Uruguay, que lo guiaría hacia el Norte, hasta su destino.
Antoine, miraba por la ventanilla los remansos del rio entre las islas del Paraná. Seguía una embarcación, que haciendo real esfuerzo remontaba el caudaloso rio.
El Piloto se preguntaba que le pasaría a su amigo que no hablaba.
Miró hacia atrás, y le dijo:
-¿Qué te sucede?…¡Estás mudo Antoine!
El Copiloto lo miró a los ojos, y mientras echaba humo de su pipa, dijo:
-Este es…mi último vuelo en la Argentina. Retorno a Francia.
Albert enmudeció, y continuó navegando. Poco después rompió el silencio:
-¿Y…qué vas hacer en tu país?
-Monsieur Latécoère, me ofreció hacerme cargo de la línea aérea de África. -Respondió Antoine.
Guardaron silencio, por largo tiempo. Oscureció, y habían pasado sobre las luces de la Ciudad de Paraná, y en poco tiempo llegarían a su destino.
Antoine miraba el cielo estrellado, que lucía espléndido como nunca; y aprovechando que su amigo estaba sentado de espalda, le habló…buscando el monólogo:
-¿Sabes Bow? -dijo, cortando el frio silencio.
-Voy a retornar, y veré de vuelta a mis estrellas del hemisferio Norte…a la Osa Mayor, a las Pléyades y al Sol Sirio…¡Espero que se alegren de ver a su viejo amigo y…que me guíen de vuelta por sus cielos!
Veo a esta infinita noche…No quisiera irme de la Argentina...Voy a extrañar a su Cruz del Sur…la misma que en silencio guió tantas veces mi rumbo.
La voz pausada de Antoine, sonaba como si saliera del vacío absoluto, continuó:
-¡Este incompresible Universo…es la parte manifestada de Aquel, en Quien…Tu y Yo existimos…y nos movemos llevando adelante la expansión de nuestro Ser!
Lanzó una carcajada, y dijo rompiendo el místico clima:
-¡Se perece a este Laté!
El Piloto divisó las luces de la ciudad de Concordia, y más allá la farola de la pista de aterrizaje. Acompañado por sus más íntimos pensamientos, escuchaba el ruido acompasado del motor, que se asemejaba a la respiración de un gigante como si tuviera vida. Comenzó el descenso, aterrizó y carreteó hacia el hangar. Bajó primero Antoine, y luego descendió Albert. Ambos amigos se miraron, se abrazaron y se dieron la mano: Era la despedida del último vuelo.
Albert emocionado le dijo:
-Puede que algún día volemos nuevamente juntos…Antoine.
-¡Seguro Albert Bow!…¡El Génesis aún no terminó!- respondió Antoine- ¡Y en su sexto día…nos queda mucho tiempo todavía, para volar juntos y tomar más altura!
Caminaron en silencio por la pista, hasta llegar al auto que los llevaría a Concordia. Antoine se detuvo como respondiendo a un llamado, suavemente giró su rostro hacia atrás y contempló a lo lejos al Laté, que lucía bajo la luz de la luna su imponente silueta, brillante y solitaria.
Albert, con el pasar del tiempo, sintió un profundo cambio en la percepción de los valores: Como si…un mago alquimista, le hubiera apropiado su mutante espíritu, y en su prodigioso alambique lo transmutaba lentamente.
La crisis mundial de 1929, golpeó fuerte a la empresa argentina, en donde los nobles Laté 25 cumplían con gran esfuerzo sus trayectos a Brasil y a Paraguay.
Aeroposta trataba de explorar una nueva ruta, con la intención de salvar a la deficitaria empresa. Llegar a Chile sería su meta. Pero la cordillera de Los Andes se erguía como una infranqueable muralla de piedra. Encontrar una senda por ella, era el gran desafío de sus pilotos: Jean Mérmoz y Albert Bow.
Llegaron a Mendoza en vuelo nocturno. Al día siguiente desde un hotel de Godoy Cruz, pudieron contemplar la cumbre nevada del Aconcagua con más de 23.000 pies de altura.
Jean frunció su ceño y con expresión de duda, miró a Albert, y le dijo:
-Son más elevados de lo que pensaba. Realmente me asustan…Sus montañas son más altas que los Alpes.
-Mañana encontraremos un corredor entre las montañas. ¡Y cruzaremos, Jean!, Te aseguro que veremos por fin al Pacífico -dijo Albert.
La mañana se presentó fresca y soleada. Jean se movía impaciente alrededor del avión; estaba verificando el buen funcionamiento de los alerones y del timón de cola. Le agregó medio galón de aceite al motor, más alcohol metílico al radiador de agua, y por último cargó combustible extra en el tanque de reserva. Ambos pilotos pusieron cara de satisfacción, aprobando sus medidas de seguridad y precautorias
Jean levantó vuelo rumbo a Santiago de Chile. Con sus tanques llenos, y con la gran expectativa de sus pilotos. Voló apacible sobre los valles y cerros. Las poblaciones y los caminos se fueron raleando, a medida que pasaba el tiempo y se acercaban a la pre-cordillera. El copiloto contemplaba cómo las largas filas de álamos enmarcaban a las vides en coloridos rectángulos, indicando los últimos viñedos. Más adelante al acercarse a las zonas áridas, su escasa vegetación se fue achaparrando, y unos pocos animales sueltos de una granja, les señalaron el último contacto con la civilización. Unos cerros dejaban escurrir por sus pies a un torrentoso rio, que en sinnúmero de meandros se abría paso, buscado afanosamente a los declives de la llanura, perdiéndose finalmente en continuos manchones verdes. El blanco de la nieve comenzó a predominar entre las infinitas gamas de grises, ocres y marrones.
Con pericia, el piloto elevó el frente del avión con una leve inclinación constante, que le hacía tomar altura lentamente. Se concentró en los instrumentos, y principalmente en el altímetro, con la expectativa de ganar pies de altitud.
Se enfrentaban a los Andes (a sabiendas de que sus picos se elevaban a más de 15000 y 20000 pies), con sus nieves eternas parecían colosos imposibles de batir, y menos aún con su empequeñecido avión.
Las fuertes turbulencias aumentaban; los dinámicos vientos del Oeste se acrecentaban y arremetían sin piedad, sobrepasando el cálculo estimado por los veteranos pilotos.
La valentía y el coraje prevalecieron; y no tenían miedo de arriesgar sus vidas, estaban decididos a pelearle duro y franquear a la muralla de piedra. Debían encontrar el pasaje.
Volaban entre las montañas, acercándose a sus laderas, que imperceptibles y monocromáticas aparecían con detalles visibles de sus profundas fallas y sus filosas protuberancias. A pesar de sus esfuerzos no podían pasar por arriba de sus picos. Eran muy altos, y sabían que se quedarían sin oxigeno.
Albert divisó a lo lejos un posible sendero, gritó:
-¡Mira Jean a las tres en punto. Ese es el
paso que buscamos!
Jean inclinó el ala derecha e hizo derrapar al Laté, como si fuera una hoja en el viento. Buscó entrar por la boca de un desfiladero, hollado en incontables eras por un desaparecido glaciar. Trataron de ahorrar combustible, aprovechando las corrientes de aire ascendentes, arriesgándose en volar muy cerca de sus paredes.
Estaban rodeados por interminables picos de montañas, sintiendo la sutil sensación de que se asemejaban a ancianos gigantes de cabellos blancos y de esculpidos rostros sabios, que junto a su pacífica y solemne imposición pretendieran guiar la vida del frágil aeroplano.
Albert con su brújula en mano, anotaba las coordenadas del sendero que descubrían en la carta de navegación. Los vientos de más de 90 Km, los enfrentó en contra, haciendo que el motor trabajara con esfuerzo en su lucha para vencerlos.
El Laté esquivó con éxito las montañas de menor altura, que se les enfrentaban continuas y sin compasión.
El motor tosía en irregulares intervalos; le estaba faltando oxígeno a la mezcla del carburante…y era muy probable que se hubiera formado hielo en la entrada del carburador…Si perdían altura ganarían oxígeno, pero correrían el riesgo de estrellarse. Jean empobreció la mezcla (cerrando el paso del combustible) y buscó afanosamente una térmica, una corriente de aire caliente que lo mantuviera en la misma altitud.
Con la frialdad que les daba la experiencia de las miles de horas de vuelo acumuladas, continuaron buscando esa oculta corriente de aire cálido, que los ayude a elevarse. Estalló el silencio y la incertidumbre los invadió.
…De repente Albert gritó:
-¡Arriba…a la derecha…Jean! ¡Mira!…esa mancha oscura que se mueve entre esos dos picos. ¡Es un cóndor de los Andes!...¡Jean, mira como planea! ¡Nos está indicando dónde hay una térmica…¡una corriente ascendente!
Sin responder, el piloto fue detrás de esa desconocida ave que volaba apacible e indiferente entre sus vastos dominios, formando un gran espiral ascendente.
Al acercársele Jean y Albert, pudieron observar al hermoso y espléndido cóndor. Con sus siete pies de envergadura, planeaba arqueando sus alas y abriendo sus plumas en sus extremos: ¡como si fueran dos manos salvadoras, que les ofrecían la ascensión que andaban buscando!
Se pusieron a la par. Hasta les pareció ver el brillo de sus serenos ojos; el anónimo guía, planeaba y se deslizaba entre los picos nevados, como si supiera que lo estaban observando y que también lo estaban siguiendo. El Laté derrapó tras de él, confiado como un ciego que se dejaba guiar por su lazarillo.
Continuaron en silencio, con sus miradas puestas en la imagen viva de ese cóndor…
El avión flotaba envuelto en aire tibio; y el sol se filtraba por sus ventanillas, llenando de luz todo su interior…Los tripulantes parecían estar en trance hipnótico, siguiendo a la espectral ave.
El piloto se acercó a la última montaña amenazante; la esquivó derivando a su derecha y haciendo una amplia curva. Corrigió el rumbo. Albert se percató que el misterioso cóndor desapareció de su vista…Atinó a cruzar con prisa por el interior de la cabina, para mirar por la ventanilla izquierda: No lo vio más. Pensó que…posiblemente estaría arriba de ellos, planeando ¡Majestuoso!
El Laté salió airoso del duelo con los Andes. Las montañas comenzaron a ser más bajas. Mérmoz descendió lentamente, y comenzaron a contemplar los senderos de los baquianos, que se asemejaban a largas serpentinas. El noble motor sonaba como un trueno continuo, acompañado por el retumbe de su perdurable eco.
Albert aún respiraba fatigado, y Jean lo miró y le sonrió. Y sin decirse palabra alguna, sintieron que ambos eran muy felices, porque finalmente habían encontrado el sendero, y divisado la insondable vastedad de su meta. Por el entusiasmo y el sabor de la victoria, concienciaron que habían abierto una nueva ruta aérea, permitiendo que otros en el futuro volaran detrás de ellos.
El aeroplano se posó suavemente en el fino pedregal. Mérmoz bajó primero, respiró el aire gratificante del océano, y exultante dijo:
-¡Lo hemos logrado Albert! ¿Tienes idea…qué es haber encontrado un sendero que nos lleve hacia al Pacífico? ¡Ese inconmensurable Océano!
La fresca brisa envolvía sus rostros a la vez que respiraban profundamente toda esa infinita paz.
Albert piloteó el vuelo de retorno a Mendoza. Con viento de cola, lo realizaron en la mitad del tiempo. Continuó con sus anotaciones y verificó todas las coordenadas. Mérmoz le agregó, las lecturas de la altitud, de la temperatura y del consumo promedio de combustible.
Comprobaron finalmente que la ruta era segura y confiable.
Regresaron a la Argentina, escudriñando el horizonte; por si volvían a ver volar a la enigmática ave...pero no divisaron un solo cóndor en todo el trayecto.
Con el tiempo, ambos pilotos cruzaron la cordillera cientos de veces, aprovechando las conocidas térmicas ascendentes…Aquéllas que fueron enseñadas por aquel cóndor solitario y orgulloso de sus majestuosas alas.
VII
Vuelvo a empezar
En la mitad de la década del treinta, Aeroposta no quedó bien posicionada como empresa rentable. Sus directivos se convencieron que era más importante continuar y darle todos sus esfuerzos a las rutas aéreas de Europa o África, en donde la demanda de transportes aumentaba.
Finalmente, quedó en manos de empresarios argentinos. Almonacid se hizo cargo de la administración y Luro Cambaceres organizó las rutas y programó los vuelos. Nuevos pilotos argentinos tripularon a los veteranos Latécoère 25.
Saint-Exupéry escribió desde Marsella a sus amigos de Argentina: Mérmoz y Bow, con la intención de invitarlos a sumarse a La Ligne Latécoère. Con base de operaciones en el Sur de Francia, había abierto una aerovía a la ciudad de Dakar, África.
En una larga y coloquial carta, les comentó la gloria de poder pilotear a los nuevos Laté 300 (un robusto hidroavión, con motores Hispanos Suiza y fuselaje con forma de barco). No más aterrizajes...amarizarían en el Mar Mediterráneo y el Atlántico.
A Bow no le entusiasmó la idea, no por no querer navegar en los robustos hidroaviones, si no porque se sentía a gusto en Buenos Aires…Pasó aquí tantas experiencias buenas como misteriosas. En cambio Mérmoz no lo pensó demasiado, y aceptó la invitación de su amigo a incorporarse como piloto a la empresa de Monsieur Latécoѐre.
En una calurosa tarde de Marzo, Albert lo acompañó al puerto de Buenos Aires; al llegar observó que detrás de los edificios de la aduana, aparecían las chimeneas humeantes del barco que llevaría a Jean a Europa. Mérmoz subió por la angosta rampa de acceso a la cubierta, sonriendo como de costumbre; se paró de repente por la mitad de su trayecto, dio media vuelta y le gritó a su amigo:
-¡Te espero!...¡Los Tres…juntos, como siempre...!
Acompañó sus palabras con un gesto de sus manos: con una imitando a un avión que levantaba vuelo, y con la otra mano, los tres dedos juntos, indicando sus ganas de juntarse en el futuro con Ex. El bullicio de los viajeros y el sonar de la sirena del barco, sólo permitieron que Albert moviera su cabeza como consintiendo todo lo que su amigo se empeñaba en decir: ¡Que fuera con ellos!
Un marinero levantó las amarras y un remolcador fue sacando al buque de la rada. Albert quedó tapado por gritos y por brazos en alto con pañuelos en movimiento. Apoyó su hombro en la base de una grúa de hierro y siguió con su vista al transatlántico, hasta que el largo y oscuro humo de sus chimeneas se fue esfumando en el horizonte junto a un cielo gris, y al pardo color del Rio de la Plata.
-¡Suerte…hasta la próxima! -murmuró en silencio.
Dio la vuelta y caminó con las manos en los bolsillos y su sombrero caído sobre el rostro, por la Avenida Huergo. Tomó el tranvía Lacroze hasta la Avenida de Mayo y Suipacha. Esperó pacientemente que un policía apostado sobre su garita, detuviera el tráfico. Cruzó la calle y se sentó en la vereda de un bar; pidió una cerveza. Quedó pensativo:...en Buenos Aires…solo, y con un bagaje repleto de buenos recuerdos e infinitas anécdotas. El mozo regresó con una Quilmes helada; la destapó, y la cerveza con su espuma chorreante se deslizó hasta mojar el mantel. Albert tomó un sorbo, aflojó su corbata y desabrochó el botón del cuello…Observó cómo un viejo y solitario músico que estaba sentado en un rincón en penumbras, plegaba y desplegaba el fuelle de su bandoneón; haciendo llorar sentidas notas que inundaban la calle con la nostalgia de un tango. Lo percibió cuando la persistente y fría soledad se sentó a compartir su mesa. El ruido de persianas que se desenrrollaban, le indicaron que era la hora del cierre. Jaló suavemente la cadena, y sacó del bolsillo de su chaleco a su Longines, y se quedó percibiendo cómo el tiempo corría de prisa. Al día siguiente por la mañana, no recordaba cómo había hecho para llegar a su habitación.
Sus días pasaban entre volar y descansos, con paseos esporádicos por el bosque de Palermo, y comer en un bodegón de la Avenida Corrientes o Paseo Colón.
Estaba solo, y la nostalgia de volver a su patria se fue acrecentando diariamente. Las noticias en el Buenos Aires Herald, lo mantuvieron siempre actualizado y al tanto de las nuevas rutas aéreas, que tomaban como epicentro a las principales ciudades europeas.
Recibió un telegrama con el tentador ofrecimiento de sumarse a una empresa aérea de Londres.
A fines del año de 1936, se alejó definitivamente de Buenos Aires. Embarcó en el vapor Hamburg Star de bandera alemana, con rumbo al puerto francés de Le Havre. En su camarote solitario, miró por el ojo de buey, y pudo contemplar por última vez el largo perfil geométrico, dibujado en gamas de grises con un fondo de cielo azul. Sintió cómo la ciudad se alejaba de su vida…respiró profundo su aire húmedo y tibio. Las últimas brisas acariciaron su rostro, como si fueran las cálidas manos de su amada Argentina, que despedía.
Solía pasear por la cubierta del barco, con su formal traje beige de verano y camisa blanca, y en ocasiones compartía la mesa de los desayunos y mantenía cortas conversaciones con un español y su elocuente mujer, que retornaban a su tierra.
En el sexto día de viaje, entre temas banales y noticias del mundo, la mujer dejó escapar que había escuchado decir al radiotelegrafista del barco, que: ¡Había caído un avión con pasajeros en África!
Albert trataba de disimular su corazonada, escuchando a la verborrágica española, que no paraba de hablar.
Esperó llegar a Rio de Janeiro para conseguir un diario. Buscó desesperadamente la noticia del desastre aéreo:
Un avión cayó…- leyó rápido-…hidroavión Croix du Sud de la empresa La Ligne…precipitó en Dakar…sin sobrevivientes…su piloto…Jean Mérmoz…
Retornó a su barco y por la noche ambulaba por la cubierta solitario, alzaba su vista y miraba a la Cruz del Sur, buscando afanosamente la explicación de cómo se entrelazaban en oscura trama: el nombre de la constelación con el destino del hidroavión bautizado con igual nombre, en donde Jean perdió la vida.
Arribó en una fría y lluviosa mañana. Cruzó el Canal de la Mancha en un ferry, y llegó a su añorada patria en la primera semana de Enero del ´37. Al llegar en tren a Northfall, tomó un remís Wolseley negro, indicándole a su conductor que lo acercara a la granja de los Bow.
El humo que desprendía una chimenea detrás de una colina arada, le señalaba que estaba llegando a casa.
El automóvil se detuvo frente a la entrada. Albert bajó y el ruidoso remís retornó a su parada, lanzando terrones de lodo. Quedó parado frente a la cerca, observando extasiado la combinación de sus colores y los contornos familiares, y al unísono volvió a escuchar los ruidos de sus recuerdos: aquel molino con su rechinar pausado de bujes gastados, que se asemejaba a un violín desafinado vibrando con el subir y bajar de su arco... el esfuerzo del motor de un tractor en la lejanía, junto al coro dispar de animales domésticos. Sintió las fragancias añoradas e incomparables de las gramillas húmedas, en comunión con el aroma de la tierra recién arada. Se arremangó las botamangas de su pantalón. Con una mano sostenía a su pesada valija de cuero, y con la otra buscaba equilibrarse. La nueva generación de perros no reconoció a esa extraña figura, y con un ladrido de alerta al unísono le estropearon la sorpresa. Los moradores salieron y reconocieron al hombre que venía llegando. Sarah tiró el cucharon de madera que sostenía en la mano y corrió a su encuentro. Albert soltó su maleta y extendió sus brazos…Sarah arremetió y se abrazaron a la vez que él la levantaba en vilo, se besaron tiernamente. Bajo al alero de la casa estaban aguardando impacientes el resto de los Bow.
Siete años de ausencia, habían marcado cambios en sus rostros, tanto como en sus vidas.
La alegría inicial les permitió hablar de todo y superficialmente a la vez, era imposible hilar una conversación y llevarla a término -todos se interrumpían.
Sabía que su hermana Ruth, vivía por la cercanía con su nueva familia, y que John venía todos los días a trabajar a la granja. Contestó cientos de preguntas acerca de Buenos Aires, la Patagonia…Los Andes…de los pilotos franceses, de sus vuelos y aventuras.
Después de la cena se sentaron plácidamente alrededor del hogar de leña, y entre tazas de té y los panecillos de anís recién horneados, se quedaron hasta la madrugada hablando de sus respectivas vidas.
En el primer domingo, toda la familia -como en los viejos e insuperables tiempos- subió al descolorido break rumbo a la capilla presbiteriana. Volvió a revivir el vibrar de las varas y ruedas, que acompañaban el retumbar de los pasos del caballo con el tintinear alegre de sus cascabeles.
Saludó y lo saludaron (con sorpresas y gran estima) todos sus viejos conocidos. Había notables ausencias, y otra joven generación daba sus primeros pasos. Evadió inteligentemente, el reencuentro en el pub y las abúlicas charlas con sus vecinos.
Una semana más, quedó disfrutando de su tierra, de sus olores, de sus recuerdos, sus sonidos, sus padres, sus hermanos y sobrinos.
Viajó finalmente a Londres, e inmediatamente se puso en contacto con la futura empresa aérea de transporte, que buscaba un piloto.
Se encontró con buen material aéreo y buenas máquinas: Los gigantescos Boeing Clippers americanos, eran sus últimas adquisiciones. Presentó su dossier de vuelos al presidente de la empresa, que con frialdad y objetividad lo leyó en su presencia: Hora por hora de vuelo. El inexpresivo londinense cerró el voluminoso dossier, alzó y clavó su vista intimidatoria a los ojos del postulante. Su rostro se desarmó en una relajada mirada y leve sonrisa, dijo:
-...vuelos en la Patagonia…cruces por los Andes…¡Muy bien piloto…Muy bien…! Mañana tienes un vuelo a Noruega a las 6 AM.
Un apretón de manos, y Albert comenzó a volar en una nueva compañía aérea.
Los Clippers eran unos inmensos hidroaviones, verdaderos barcos volantes: Con su fuselaje en forma de ¨¡V! ¨y cabina con ojos de buey redondos; poseían cuatro potentes motores radiales sobre su gigantesca ala (el ala era lo único que lo diferenciaba de un barco real).
El nuevo empleado se sentía más marino que piloto de avión. Amarizaba y debía acercarse a un muelle…tenía que saltar y amarrar al hidroavión con una fuerte soga.
Sus nuevos compañeros de vuelo, ya no eran más las golondrinas o pinzones de la Patagonia, sino los erráticos albatros y las numerosas gaviotas del Mar del Norte.
Sumó cientos de horas de vuelo, con viajes a Finlandia, Noruega y territorios de Rusia. Se acostumbró al mar y a sus brumas, a las superficies heladas, a observar y a respetar a los amenazantes témpanos.
Nunca más el aterrizaje con el golpeteo de barro sobre el intradós¹ del ala, ahora se había acostumbrado al sonido del agua golpeando el casco de aluminio, como si fueran redobles de tambores. Y a los escapes de sus motores, que mezclaban sus últimas bocanadas de gases con el reciente salpicado de agua, que originaban una inmensa nube de vapor.
Las rutas de los vuelos por estos paisajes helados, nunca le resultaban tediosas, siempre existía algo para observar, contemplar y meditar, ya sea el apacible y solitario viaje de una familia de ballenas, o seguir con su vista a las largas filas de los caribúes en su emigración anual. No en pocas ocasiones, tuvo que dar auxilio a barcos pesqueros de arenques, que la furia del Mar del Norte pretendía cobrarle con creces a su botín ictícola.
Cuando no piloteaba, descansaba en un pequeño y confortable camarote, tenía tiempo y sentía gran placer en beber su té mientras leía el diario.
¹- Superficie interior y cóncava de un ala de avión.
VIII
¡Juré que nunca más!
Los numerosos analistas de las tensiones sociales de los gobiernos de los principales países de Europa, observaron con real desconfianza al crecimiento armamentista de Alemania. Y para muchos esto era una mala señal: sospechaban y fundamentaban el advenimiento de otra gran guerra. Las heridas y la humillación de los teutones, en la rendición de 1918 en Versailles, fermentaron y explotaron en 1939. Finalmente Alemania invadió Polonia, después Francia, y le declaró la guerra a Inglaterra. Los europeos nuevamente estaban confrontados, en su cíclica y continua guerra.
Albert, al igual que muchos, devoraba los periódicos anoticiándose de los últimos acontecimientos. Y todos los países que habían bebido de la efímera copa con el néctar del triunfo de la primera guerra, sabían que iban a ser invadidos. Y los ingleses estaban entre ellos.
Los veteranos, fueron convocados como pilotos reservistas de sus respectivos países. De a poco, el correo fue inundando a todo el Reino Unido con citaciones, convocando a los jóvenes a servir en las armas.
A la empresa London´s Air Travel, les fueron confiscados sus hidroaviones para el servicio del Reino Unido. Albert se encontró volando con su Boeing Clipper 314 por el Mar del Norte en tareas de observación e inteligencia: espiando los movimientos de submarinos alemanes que tenían sus bases en Noruega.
Sin radar y sin armas, el ¨Be Ve y Be¨ (¨Barco Volante de Bow¨): era el nombre con que habían bautizado al enorme avión, y así se lo conocía en la jerga militar.
El Beveybe cruzaba sin cesar todas las aguas que rodeaban el Norte, desde Inglaterra, Finlandia, hasta Groenlandia; un inmenso e interminable círculo tenía asignado para su vigilancia. Con amerizajes continuos en donde se reabastecía de combustible, cambiaba de tripulación y dejaba los informes secretos de avistajes enemigos. El veterano piloto cumplía con esmero y dedicación las órdenes impartidas.
Una noticia lo dejo inmóvil: en el periódico Herald News que alguien dejó olvidado sobre una mesa en la cantina de oficiales, mientras bebía un café, indiferente ojeaba (más por costumbre que por curiosidad alguna) el contenido parcial que dejaba ver sus pliegues. Leyó el nombre Exupéry, lo tomó de un saque tal que lo forzó a desplegarse. Leyó la frase completa en letras que se imponían por su tamaño:
“El escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry, desapareció frente a la isla de Córcega, su cuerpo no fue hallado…el Lockheed P-38…
No quiso leer los detalles, dobló el periódico una y otra vez con rabia, hasta transformarlo en un manojo cilíndrico de papel apretado, como pretendiendo encerrar para siempre la nefasta noticia. En silencio buscó una silla y pidió la primera de las cervezas que bebió en esa larga y negra noche.
Si confirmaba la pérdida de la vida de Henri Guillaumet (un piloto francés le había comentado que lo habían ametrallado en el Mediterráneo, a comienzo de la contienda), se hallaba ante la triste realidad de que los aviones y la ¡perra! guerra le habían robado a sus mejores amigos: primero fue Mérmoz...el de la hazaña de los Andes...después se llevó a Guillaumet, el de las aventuras patagónicas…y ahora le arrebató a su maestro Antoine.
Sus amigos más apreciados desaparecieron, dejando un vacio infinito en su alma para siempre. Quedando él con vida para recordarlos…
Necesitaba volar para mitigar su soledad, y pilotear al Beveybe era su escapismo.
En más de una oportunidad divisó a las auroras boreales, que en luces filtradas del sol se contorsionaban en el horizonte, como figuras etéreas de gigantes. Albert, al verlas, en místico recogimiento solía soltar los comandos del Beveybe…y observaba que se movían en forma dirigida ¡como si alguien los manejara! Sentía que sus viejos amigos retornaban desde el infinito a volar otra vez juntos. Siempre tuvo la inexplicable sensación que nunca volaba solo, como si…desde la eternidad habían pactado encontrarse como afanosas almas gemelas en la tierra, para vivir esta experiencia única de: ¡Volar y elevarse como aves, buscando volver al cielo!
Como un niño, guardaba plegada en el interior de su brevet de piloto, una hoja de papel amarillenta y manuscrita con tinta; como si fuera la promesa de un encuentro futuro, decía:
Buenos Aires 9 de Marzo 1931
Albert: ¡Nos volveremos a encontrar…algún día…en alguna parte…y de alguna manera!
¡Beaucoup Chance Ami! (Buena suerte Amigo)
Saint-Ex.
Bow estaba cargando combustible, parado y temblando de frio sobre una de las alas del Clipper, que se encontraba amarrado en un congelado fiordo de Finlandia. El silencio absoluto y la paz reinante que prevalecían en su entorno, presagiaban un día muy especial.
Desde la despintada casilla de madera (donde se guardaban los barriles de combustible), un hombre de fornido aspecto y mudo de nacimiento, controlaba el paso de la gasolina. De repente salió de prisa y agitando sus brazos, dando a entender (¿al parecer?) la negativa de que no había más combustible…pero el fluído llegaba aún desde la manguera al tanque del avión…y no se acababa. Albert no comprendía el comportamiento desenfrenado y payasesco del bombista, que continuaba manifestándose con sus mímicas de gestos negativos. El piloto, cansado le hizo seña (girando el índice en su sien) que: ¡estaba loco! El corpulento mudo, desesperado le sugería: tocándose sus orejas, dibujando un rectángulo con sus manos y señalando al avión, que: ¡escuchara la radio! ¡Al fin! el sorprendido piloto comprendió la buena intención del bombista. Descendió del ala, entró a la cabina y encendió el transmisor (esperó pacientemente que sus válvulas se calentaran), se colocó los auriculares y buscó moviendo lentamente el dial. Después de insistir -en frecuencia de onda corta- escuchó con ruidosas interferencias y con ausencias parciales de la onda, la radio del avión que proclamaba: ¡La guerra a terminado! Bow, después de corresponderles a las interminables palmadas y a los gestos de alegría, que el expresivo mudo se empeñaba en nunca finalizar, se fue a su camarote del Beveybe. Se encerró y se quedó por unos cuantos días descansando y durmiendo.
A la semana, el veterano Clipper tomó vuelo a su base civil en Londres.
Volvía a su tierra volando (casi tocando con su casco al agua), como jugando por capricho infantil arremetía contras las olas, y sentía gran felicidad cuando el agua salpicaba su parabrisas y los escapes de los motores…Como un travieso joven se desternillaba de risa al ver las nubes de vapor que envolvían al fiel Beveybe, confiado que en la soledad del Mar del Norte nadie lo observaba.
De repente…¡levantó su trompa! y la fuerza de los cuatro potentes motores lo salvaron de un desastre. Por poco se llevó por delante a una gigantesca ballena. Albert no estaba seguro lo que había visto. Dio un largo giro y volvió sobre su rumbo. Observó un perfil semi sumergido, y no era el de un lomo de ballena azul…Era un submarino alemán…La nave alemana no se rindió y estaba escapando, posiblemente buscando un puerto neutral con la intención de entregarse. El piloto inglés anotó como de costumbre o por deber: La identificación, sus coordenadas y el rumbo del navío:
U-348-rumbo Sudoeste- 30° Lat. Norte. 65° Long. Este
Recapacitó por breves instantes, volvió a pasar rasando la cubierta de la nave fugitiva. Apretó en un pequeño bollo el parte delator y lo lanzó al agua por estribor. Movió sus exageradas alas en señal de saludo, y una veintena de -barbudos- marinos desde el submarino agitaron sus gorras respondiendo al noble saludo. Jamás lo reportó: Su guerra había terminado. Y el Beveybe a semejanza de un ciclópeo pelícano que retornaba satisfecho...continuó acariciando las olas del frio y agitado mar, pero en paz.
Vivió la algarabía de su pueblo. Al igual que todos, sintió despojarse de los miedos y angustias que daba una guerra, desechó como ropa vieja a todos sus oscuros fantasmas que lo acompañaron en estos cinco años. Lentamente procuró buscar en el trabajo el tiempo perdido.
Sirvió como piloto de transporte en un corredor aéreo, que llevaba víveres a los damnificados de la gran contienda.
Con diferentes máquinas, volaba a baja altura lanzando paracaídas con bultos de víveres, ropa y medicinas sobre las ruinas de las ciudades devastadas. En improvisados aeropuertos se las ingeniaba en aterrizar para que descendieran los miembros de la Cruz Roja.
Retornó a la granja familiar y pasó unos apacibles meses como anónimo granjero; y en las horas en que el sol lo permitía, colaboraba manejando el tractor. Con esfuerzo trataba de seguir la línea del surco, y veía cómo las aves volaban detrás de él tomando y disputándose a toda lombriz expuesta. Ingenuamente ellas ignoraban que lo distraían y lo rescataban de sus pensamientos.
Aprovechaba esta inigualable ocasión para meditar, comprendiendo que los mejores lugares en donde podía arañar la felicidad era volver a volar en un país extranjero. Desechó a la Argentina, por ser consciente que ya no sería la misma sin sus tres amigos franceses.